lunes, junio 26, 2006

 

Cronica de una entrega de premio (desenlace)

(Publicado anteriormente en El sabor del cerdo agridulce)

¡El emocionante final a una saga que ha puesto de los nervios a los visitantes de este blog!

Mientras Andrés Sorel hace una reflexión sobre la chica que lloraba hacía unos momentos, yo me concentro en repasar mentalmente mi discurso de agradecimiento y en recordarme que para salir tengo que bajar dos escalones. Concentración, Palomares, no tropieces. ¿Nervioso yo? Qué va.

Sorel dice una cosa muy cierta: que el premio son dos premios, porque aparte de la pasta (me adelanto a lo que vais a decir: es verdad, estáis invitados a un algo si rellenáis el cupón que hay al final de este blog) supone la publicación de la obra en una editorial de prestigio como EDAF. Cierto, cierto. El sueño de toda una vida está más cerca.

Andrés Sorel pasa ya al acta del jurado. Me admira porque mientras el resto de los presidentes ha usado papeles para sus discursos, él va a pecho descubierto, a las bravas. Y dice esto de Me llaman Fuco Lois (que muchos habréis visto ya en los comentarios de anteayer, pero otros no):


(la referencia al lambrusco obedece a que así comienza la novela: la protagonista vuelve a casa borracha de lambrusco y se encuentra a un desconocido en el salón de su casa)

La verdad es que me emociona un poco oír hablar así de mi novela; tanto que decido improvisar en mi discurso de agradecimiento, para corresponder a las amabilísimas palabras de Sorel. Cuando me llaman, salgo como una moto entre los aplausos –aunque yo no los oigo, porque voy diciéndome: no tropezar, no tropezar-. Me dan el trofeo, que es enorme, me dan el diploma, saludo a la mesa de presidencia. ¿A la mujer los anteriores le han besado o no? Le doy la mano, no vaya a ser que me caiga sobre la mesa por inclinarme. Llego al micrófono. Suspiro. ¿Nervioso yo?

Empiezo balbuceando. Digo: “Estoy tan nervioso que igual me desmayo a mitad de discurso”. La gente se ríe porque piensa que es una broma. Luego agradezco al jurado y a la Fundación Complutense el premio, es un honor, etcétera. Me tiembla la voz. Como tengo la sospecha de que el discurso es muy corto, voy añadiendo frases para complementar, un poco al tuntún, igual que se hacía en los exámenes cuando te preguntaban por los godos y tú sólo sabías dos cosas pero tenías que llenar dos folios. Digo también que estoy abrumado por haber sido premiado por un jurado de tanta calidad –aún lo estoy-; ni el Planeta tiene un jurado así de prestigioso. Borracho de euforia y nervios, digo que el año que viene voy a ganar el Planeta. Luego hago más agradecimientos, a mi familia, a Rebeca. En cuatro años escribiendo una novela, digo, da tiempo a abandonar muchas veces, así que sin ellos y sus ánimos no estaría aquí. Cuando parece que voy a seguir eternamente, doy las gracias y bajo del escenario. Aplausos.

En mi sitio, no me entero de nada más de la ceremonia; estoy como en una nube, con mi trofeo en la mano y mi diploma. Si por mí fuera, todo habría acabado ya. Me imagino lo que tienen que estar pasando los de Artes Plásticas, que después de recibir sus premios llevan tres cuartos de hora de una ceremonia que no les interesa porque lo que quieren es emborracharse. En fin. Hay un discurso del rector del que no me entero y damos por finalizado el acto. Se disuelve la reunión, pero hay que cumplir con diversos compromisos. Mientras los premiados se reúnen para hacerse fotos, a mí me presentan a Rosa Regàs, que quiere conocerme. ¡El mundo al revés! Rosa Regàs es en la realidad tan encantadora como en la tele, o puede que más, aunque no soy objetivo, porque me dice que le gustaba mucho mi novela y que la defendió mucho y que se llevó una alegría enorme al resultar yo ganador. Hágame suyo, señora. Estoy a punto de decírselo (¿Nervioso yo? Qué va) cuando me reclaman imperiosamente para la foto. Así que tengo que dejar a Rosa Regàs para que me hagan fotos (que encima luego no salen).

Acabado el formalismo, charlo un rato con mi familia:

-¿Qué tal he estado?

-Muy bien, se te ha entendido casi todo.

Han abierto las puertas del Museo y vamos camino del cóctel, pero antes hay que inaugurar la exposición de Artes Plásticas. Todos los finalistas y los premiados están allí expuestos, entre nosotros y los canapés. La gente ha hecho un corro en torno al cuadro del ganador, Home, sweet home. Estamos todos en silencio, pero sin mirar el cuadro. Estamos esperando, pero yo no sé qué estamos esperando.

-Que venga el autor, que venga el autor.

Viene el autor. Ah, que le esperábamos a él.

-Explícanos el cuadro.

El chaval tiene veinticinco años, se pone rojo.

-Pero el arte no se explica, sólo se disfruta.

Buen intento, pero no. Le miramos todos en silencio, así que al final el chico cede. Cuando un grupo, el rector a la cabeza, te está mirando en silencio, hay que ceder.

-Pues es un contraste entre la vida pública y personal. Y usa diversas técnicas. Y estoy encantado de recibir este premio tan importante. Y el cuadro se llama Home sweet home.

Pobre. Y pobres el resto de premiados, a los que se les ve el pánico en la cara. ¿Tendrán que explicar ellos también sus obras? Señor Duchamp, ¿puede usted explicarnos este urinario, para que lo comprendamos? No, no hay que explicar todos los cuadros. Abandonado ya el primero, recorremos en desorden el resto de la exposición. Yo no tengo ni idea de arte moderno, pero hay bastantes cosas que molan, a falta de que alguien me las explique, claro (aún se puede visitar en el Museo de América, si estáis interesados).

Y por fin llegamos a los canapés. Como de costumbre, no hay para todos: conforme las camareras salen con sus bandejas, un matrimonio de Cuenca las interceptan y se reparten sus despojos. Se conoce que han estado en muchos saraos de estos, porque no se les escapa ni una. Han estudiado a Von Clausewitz y atacan en forma de pinza. A su rebufo, nos ponemos tirando a tibios de canapés. Es la ansiedad, me digo. Ponme otra cerveza.

He tenido noches peores en mi vida.

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